Relatos lésbicos

«Verano» (2): La pianista – Relato lésbico

No te pierdas el desenlace de este pasional encuentro en el metro, escrito por Thais Duthie.

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«Verano» (2): La pianista

—No puedo soportar que alguien sea mejor músico que yo —admitió. Tomó un mechón de mi pelo y jugueteó con él. Estableció contacto visual, sus ojos quemaban. Escondió el mechón tras mi oreja y, acercándose a mi oído, añadió—: Y tampoco puedo soportar lo cachonda que me pone verte tocar. Me gustaría que me tocaras así a mí.

Los latidos de mi corazón, que habían comenzado a ralentizarse desde que había terminado la pieza, volvieron a desbocarse. La miré directamente, sin rodeos, sin preámbulos. Me tomé unos segundos para decidir cuál de sus dos declaraciones me cogía más desprevenida: que pensara que yo era mejor que ella o que se sintiera atraída por mí. La intensidad de Verano todavía estaba instalada en mi cuerpo como si se tratara de nuestra banda sonora particular y, en un arrebato, tomé el rostro de Ágata y la besé. Fue como volver a interpretar la pieza, desde el inicio, con tempo presto y frenesí. Los labios de la pelirroja se movían sobre los míos con el mismo virtuosismo con el que tocaba el violín.

Recordé los sueños húmedos y las fantasías que había tenido con Ágata. Siempre había negado que me gustase, a ella y a mis amigas del conservatorio, que no dejaban de repetir que entre nosotras saltaban chispas. Incluso me lo negaba a mí, que tras haber alcanzado el orgasmo pensando en cómo sería tocarla muchas noches, me recordaba que seguía siendo un imposible. Pero ahora la boca de la violinista no abandonaba la mía, y eso era de todo menos un imposible.

—Vamos al baño —murmuró a escasos centímetros de mí.

Asentí con torpeza y el deseo recorriéndome con la misma energía que la pieza que acabábamos de tocar. El verano todavía bullía en mi interior, pero también en mis dedos. Los sentí electrizantes en contacto con la mano de Ágata, que me agarró y tiró de mí en dirección a un lugar más íntimo. Más íntimo significaba ella y yo solas, sin profesores alrededor que marcaran el tempo, sin instrumentos entre una y la otra.

En cuanto entramos en el baño, eché un vistazo rápido a mi alrededor. Parecía que acababan de limpiarlo por el olor fresco que lo inundaba, uno de los fluorescentes titilaba como si le quedara poco para caer en la batalla de la obsolescencia programada. Ágata dejó el estuche del violín en el suelo, me empujó contra la puerta y volvió a atacar mis labios. Aquel beso gritaba más, y yo, con aquellas ganas, no podía hacer otra cosa que no fuera estar a la altura.

El piano era un instrumento solitario, pero junto al violín casi siempre había una orquesta. Se notaba que Ágata era la violinista principal y la voz cantante, porque se había hecho con el control con suma facilidad. En sus suaves gemidos contra mi boca podía sentir cómo disfrutaba de aquello. En cambio, yo siempre pensaba que era el piano quien me manejaba a mí y no yo a él, por eso me sentí cómoda dejando que ella se hiciera con la batuta de aquel momento.

Aunque no había orquesta ni público, sentí el mismo placer al tocar frente a una multitud que entones, cuando la violinista besó mi cuello. Lo hizo despacio, arrastrando los dientes por mi piel sensible y deseosa de más. Me pegué a ella hasta que la distancia entre ambas fue inexistente, podía sentir el calor que desprendía incluso con ropa de por medio.

—¿Esto era todo lo que querías, acostarte conmigo? —la provoqué—. No habría hecho falta que jugases sucio en el conservatorio para eso…

Rio, y su aliento hizo que mi piel se erizara. Odiaba aquella risa y aun así deseaba a Ágata: sus manos, su boca. Me tomó de las caderas y, de un solo movimiento, logró darme la vuelta hasta que quedé contra la puerta. Dejó caer su cuerpo contra mi espalda, permitiéndome sentir sus senos en ella y el vaivén de sus caderas contra mi trasero.

—Mis juegos sucios hacen que te exijas más y cuando eso ocurre… eres todavía más buena —confesó—. Deberías darme las gracias por haberte convertido en una mejor pianista.

Gruñí contra la puerta y aquello debió de encender a la violinista. Como si necesitara sacar su Stradivarius del estuche con apuro, hizo que sus dedos se escabulleran bajo mi falda evasé. Bastó con que tocara sobre la tela de mis bragas para que perdiera las ganas de ponérselo difícil.

Algo que también odiaba de Ágata era que manejara mi placer de aquel modo, con tanta sencillez y habilidad. Empuñaba mi placer igual que el arco de su violín, firme y equilibrado. La había visto mover el arco contra las cuerdas miles de veces y conocía sus habilidades para controlar el volumen, la articulación y la calidad tonal. Parecía que ahora fuera yo el instrumento, o tal vez lo fuera mi cuerpo. Lo llevó al límite con caricias circulares y muy precisas en mi centro, mientras ella se frotaba contra mis nalgas sin cesar.

No podía ver su rostro, pero estaba segura de que su expresión sería prácticamente idéntica a la que ponía cuando tocaba el violín. Entregada, excepcional, hedonista. La mano libre de Ágata se coló bajo mi camiseta, burló el agarre de mi sujetador y masajeó mis pechos. Acto seguido, tomó uno de mis pezones y los retorció al mismo tiempo que mordía mi nuca, presa ella y presa yo de la tensión que solo crecía y crecía entre ambas.

Yo gemía fuerte y ella, como si estuviéramos interpretando un canon, lo hacía poco después. Sus dedos hicieron un pizzicato en mi pezón ya sensible por el contacto, los otros incrementaron el tempo entre mis piernas. Después de más de diez años tocando Verano, comprendí los contrastes de la pieza, que se asemejaban considerablemente a la sensación que me invadía ahora. Como cuando no me llegaba el meñique para tocar Claro de Luna de Beethoven, sentía el placer muy cerca. Solo necesitaba un poco más. Me moví también contra sus caderas, ella comprendió y me acarició de forma más precisa hasta que exploté en sus dedos.

Ágata no se detuvo, como no lo hacía nunca cuando su violín brillaba en pleno clímax de una pieza musical. Se apoyó contra mi anatomía por completo, yo clavé los dedos en la superficie de la puerta y creamos juntas una melodía totalmente nueva. Ella tan solo iba un poco por detrás de mí, pero alcanzó el orgasmo poco después, todavía arremetiendo contra mis nalgas.

—… un momento. ¿Están ahí?

A mis oídos les costó volver al presente, al baño de la estación, a una voz que sonaba al otro lado de la puerta. Carraspeé, sintiendo cómo el rubor teñía mis mejillas.

—Soy una creadora del medio digital Actualidad Cultural, por favor, me gustaría hacerles una entrevista.

Los dedos que habían estado sobre mis bragas cubrieron mi boca. Podía oler mi humedad en la mano de Ágata y al hacerlo noté cómo mi entrepierna estaba anegada.

—Shhhh…

Me di la vuelta y busqué sus labios a tientas. El fluorescente había perdido fuelle en algún momento, pero podía guiarme por la respiración entrecortada de la violinista.

—¿Esto es una tregua?

—Es una tregua.

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