Relatos eróticos

Leo (II): Que la toque – Relato lésbico

No te pierdas el pasional desenlace de esta historia.

Si no lo hiciste, puedes leer la primera parte aquí: Leo (I): Que la toque – Relato lésbico

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Leo (II): Que la toque

Como si hubiera podido escuchar su voz interior, aquella Leo deslizó las manos por su vestido sin miramientos hasta que dio con su pubis. Con una habilidad conmovedora encontró el punto de placer que Else tenía allí debajo y, pese a la tela, le arrancó un gemido gutural. Hasta oírlo no fue consciente de que aquella batalla parecía tener una ganadora, y ella era orgullosa a pesar de todo.

—Lo que he leído de Leo es evidente en ti —le susurró la noruega al oído justo antes de lamer la piel que había entre la base de su cuello y el lóbulo de su oído.

—¿Qué has leído, querida?

El tono que usó hizo que se derritiera un poco más.

—Eres el signo más dominante. Te gusta tener el control, y quieres sentir pasión. Eres un signo de fuego —volvió a decir contra su cuello, arrastrando cada palabra para que impactara en su interior.

Debió de funcionar, porque se arqueó como si así se estuviera rindiendo.

Antes de aquella cita Else se había informado largo y tendido acerca de las mujeres Leo. Sobre cómo era su carácter, por supuesto, pero también acerca de sus preferencias sexuales y lo que les gustaba en la cama. Lo que pudo confirmar entonces, encima de aquella actriz ambiciosa, era que el juego había empezado desde que habían cruzado sus miradas por primera vez.

Los susurros habían funcionado y solo tenía una oportunidad con esa Leo, no podía fallar. La mujer se lo había dejado bien claro: «Si esto no funciona, lo sabremos a tiempo». En lugar de dejarse vencer por la presión, se envalentonó. Una osadía que no conocía se le adueñó por completo y, tras darle un beso lento, tomó la barbilla de la mujer e hizo que la mirase.

—Déjame adorarte como mereces —Usó el mismo preciosismo que desprendía ella para seducirla, luego la besó.

Jugó con sus reglas y funcionó. Ella le dijo que sí con la cabeza mientras se mordía el labio. A juzgar por su expresión, estaba complacida con aquella petición. Else no sabría decir quién de las dos tenía más ganas: si ella misma de adorarla o Leo de ser adorada.

Abandonó el cómodo asiento que había encontrado sobre sus piernas y sintió frío, pero fue solo un instante. Se arrodilló frente a ella y, todavía con el vestido puesto, pudo oler su excitación. Aquel aroma solo logró que su deseo incrementase, así que colocó ambas manos en sus tobillos y subió por sus piernas. Nunca antes había acariciado una piel tan tersa. La sensación era cautivante y le costó poner fin a su viaje sensorial cuando alcanzó sus ingles. Para entonces el vestido estaba enrollado en sus caderas y Else tenía una panorámica exquisita del sexo de la mujer Leo.

—No llevas bragas —expresó aquella obviedad con sorpresa.

—Tenía el presentimiento de que no las necesitaría —Los labios se le curvaron en una sonrisa socarrona.

La noruega rio contra su muslo y lo mordisqueó. La mujer gritó por lo fortuito que había resultado aquel acercamiento, entonces supo que aquel era el camino. Sus dientes se arrastraron por la piel sedosa de la actriz dándose tiempo a ambas; una tregua antes de la batalla que estaba por librarse.

A cada minuto que pasaba las expectativas de Else se iban cumpliendo una a una. Leo era extrovertida, segura, poderosa. La confirmación de que lo que había aprendido era cierto le dio un chute de confianza. Y aprovechó hasta la última gota. Colocó las manos en las rodillas de la mujer para que no cerrara las piernas y se zambulló en su intimidad húmeda.

La forma en que aquella Leo se arqueaba con cada lamida revelaba que estaba en este mundo para expresarse con su cuerpo. A Else le pareció que esos movimientos tenían un cariz de teatro y, por qué no, también de las tragedias que hay en las funciones. No, no era una mujer cualquiera, no era una Leo cualquiera, y en ese momento de la noche lo supo. Cómo no iba a comerse el escenario si dejaba que Else se la comiera a ella de aquel modo.

Mordisqueaba su monte de Venus, sus labios mayores, sus ingles, y luego llevaba a cabo un exhaustivo control de daños con su lengua. Le rodeó el clítoris con la boca y succionó levemente, atenta a todas las reacciones con las que su cuerpo la alimentaba. Eran alentadoras y, en cierto modo, adictivas. Habían logrado comprenderse sin palabras, solo con acción y reacción. Con mordisco y gemido, lametón y contoneo. La mujer atrapó los bucles de la noruega entre sus dedos y los constriñeron con fuerza para marcarle el ritmo. El orgasmo debía de ser inminente, por eso ella siguió cada una de sus instrucciones y se esmeró en recorrer su sexo de abajo arriba.

Entonces, dos golpeteos en la puerta le recordaron a Else dónde se encontraba: en el camerino 3 y no bajo las luces de un teatro. Al igual que lo haría en una escena ensayada mil veces, se irguió y se puso en pie. Miró a su cita contrariada pero resignada.

—Es hora del ensayo —dijo.

—¿Nos volveremos a ver?

—«Sabemos lo que somos; pero no lo que podemos ser» —mientras hablaba, abrió un cajón del tocador y sacó una prenda—, quinta escena del cuarto acto, Hamlet.

Tomó la tela y colocó su ropa interior en la mano derecha de Else, que la miraba como si la hubieran sacado a rastras del mejor de sus sueños.

—Ahora debes irte, pero nos volveremos a ver —aseguró—. Me debes algo más que las bragas: tu placer.

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