Relatos eróticos

Tauro: La chica del tren – Relato lésbico

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Tauro: La chica del tren

«TAURO HOY: Sueles ser muy sociable, pero al mismo tiempo también bastante discreta, podrás comprobarlo hoy. Si llevas un tiempo pensando en acercarte a alguien, es el día».

Nuria estrujó el periódico que se había llevado del tren y lo lanzó al suelo. Suspiró, luego maldijo entre dientes por no haber leído el horóscopo diario a primera hora del día.

Llevaba semanas encontrándose con una chica hermosa de camino al trabajo. Siempre en el mismo tren, siempre a la misma hora. Siempre con aquella sonrisa mientras se dejaba llevar por la música que salía de los auriculares y, cada cierto tiempo, cerraba los ojos y movía la cabeza totalmente entregada a la melodía. Hasta entonces, Nuria estaba segura de que el amor a primera vista no existía, pero lo que le sucedía con aquella desconocida era bastante fuerte. Todos los días llegaba a la oficina con la respiración entrecortada, el corazón saliéndosele del pecho y unas ganas insostenibles de hablar con ella.

«Muy Tauro por tu parte», se justificó, o eso le había dicho su mejor amiga.

Pero nunca le había dirigido la palabra. Un halo de duda se le metía dentro porque no podía decirle todo lo que sentía, todo lo que pensaba. Seguro que se asustaba, y lo último que quería era perderla de vista. Preferiría no hablarle nunca si así podía seguir encontrándose con ella de camino al trabajo.

Aquel día, sin embargo, se había producido un acercamiento: la chica había tomado asiento justo frente a ella. Nuria había podido observarla de cerca y, con disimulo, había averiguado un montón de detalles sobre ella. Y ahora, tumbada sobre la cama de su habitación, recordaba su aroma, tarareaba los graves que desprendían los auriculares, trataba de imaginar cómo se sentirían sus caricias.

Esa tarde el sol no quería despedirse y, aunque la primavera se había hecho esperar, al fin saludaba con una brisa templada que entraba por la ventana. Movía ligeramente las cortinas, igual que el traqueteo del tren mecía los rizos rubios del cabello de la desconocida. Con aquella imagen grabada en la mente, cerró los ojos y se dejó acunar por el enamoramiento.

El viento le erizó la piel. Antes de reconocer que había sido aquella brisa, se convenció de que así debían de sentirse los dedos de aquella chica al acariciarla. En su fantasía le quitaba los auriculares, la tomaba de la mano y delineaba cada uno de sus dedos con uñas cortas pintadas de color burdeos. Luego dibujaba el pequeño pliegue que se formaba entre sus pechos cuando llevaba escote. Un suspiro furtivo se escapó de su boca, cuando se dio cuenta abrió los ojos y descubrió que su mano se había extraviado en medio de sus propios senos. Dejó caer los párpados, recreando el roce una vez más.

«Como una buena Tauro, te encanta eso de las caricias… y también los besos. Eres así de romántica y cariñosa», pensó, rememorando las palabras de una revista de prensa rosa.

Se juró que podría alcanzar el orgasmo solo con tocarla, porque le bastaba verla a lo lejos para sentirse inundada por el placer más inaudito. Regresó a la escena después de aquel inciso mental; la desconocida la miraba. Un escalofrío la sacudió de arriba abajo y esta vez fue incapaz de reprimir un gemido agudo que la arrojó a la realidad. Una de sus manos se había hundido bajo las bragas y acariciaba su intimidad al completo. El índice recogió la humedad de su entrada, desplazándola hacia su clítoris erecto por la excitación. En ese estado imaginó que se encontraría después de un hipotético primer beso. Imaginaba su boca…

«No exageras, a las Tauro nos gusta tomarnos las cosas con calma», recordó. Lo había leído en un blog no hacía mucho.

La tela de las bragas le molestaba y pataleó mientras se las bajaba. Quería sentir —sentirla— sin nada de por medio. Y pensó que después de un beso de película aparecerían mágicamente en una cama como aquella, porque Tauro también es muy tradicional y prefiere la comodidad. Anhelaba todo lo que la desconocida representaba, pero en aquel momento en concreto deseaba su cuerpo con vehemencia. Se moría por saber cómo se sentiría sobre el suyo, piel contra piel, sexo contra sexo.

En su ensoñación no existían los límites y reprodujo la anatomía de la chica del tren sin reparos, esta vez sin nada de ropa. Solo sentía su peso encima y se balanceaba con una pierna entre las suyas y una lentitud desesperante.

Nuria se concentró en el movimiento de sus dedos y las caderas los acompañaron en un suave vaivén. En algún punto tanteó las sábanas, colocó la almohada entre los muslos. Se frotó como si allí estuviera la desconocida jadeando, acallando gemidos contra su boca. La sola imagen de la chica tan cerca, tan estimulada, tan dispuesta a excitarla disparó el clímax. Un estallido de placer nació en su clítoris e irradió todo su cuerpo. Entonces se movió todavía más fuerte y más rápido contra la almohada hasta que las sacudidas terminaron. Fue brutal, intenso, profundo.

Le costó recordar dónde se encontraba en realidad y una profunda decepción la conmovió al ser consciente de que estaba sola. Le temblaban las piernas, así que dejó que sus músculos volvieran a la normalidad con parsimonia sin retirar la mano de la humedad de su centro. Lo que sí funcionaba perfectamente era su vista, que se había posado en el periódico arrugado que yacía en el suelo. Gruñó ante la idea de que tal vez la oportunidad de tenerla enfrente no se repetiría.

El sueño estaba por vencerla cuando sonó el timbre. Se levantó como pudo, se puso las bragas y recorrió el largo pasillo de su piso. Todavía medio dormida, descolgó el telefonillo y, a pesar de que el micrófono del interfono no funcionaba, le bastó fijar los ojos en la pantalla para reconocer a la chica desconocida. Con la misma sonrisa que vestía por las mañanas mientras escuchaba música, agitaba la cartera que Nuria no sabía que había olvidado en el asiento del tren frente a la cámara.

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