Relatos eróticos

Capricornio: Bienvenida a la experiencia – Relato lésbico

Terminamos el año con este excitante relato de Thais Duthie, donde un masaje sexual con doble penetración se inserta dentro de un viaje sensorial.

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Capricornio: Bienvenida a la experiencia

—Primero no notarás nada más que silencio, mis pasos y tus propios pensamientos. Luego comenzarás a escuchar. Verás en la oscuridad, navegarás en un estado entre la relajación y la estimulación —Una voz le acariciaba los sentidos. Era suave como el terciopelo y parecía que no hablaba desde una sola dirección, sino que el sonido salía de todas partes—. ¿Estás lista?

—Estoy lista.

—Olvida el ruido, las preocupaciones, el mundo. Que se queden fuera de esta sala, tan solo estamos tú y yo —La masajista dejó caer las manos en la cabeza de la chica con la ligereza de una pluma y ejerció una leve presión en sus sienes. Se desplazó a su pelo para enredarse en él y acariciar su cuero cabelludo.

—Este masaje ha sido diseñado para ti según tu signo zodiacal —explicó—. Eres ambiciosa, práctica, paciente. Te encanta reírte y estar tranquila. Eres trabajadora, justa y adoras la música. Bienvenida a la experiencia, capricornio.

Estela se removió en la camilla al sentir cómo la piel de todo su cuerpo se erizaba ante aquel susurro. Trató de seguir las indicaciones de la masajista y desterró las dudas, los miedos. Hizo lo posible por ignorar que estaba bocabajo en una camilla en una sala a duras penas iluminada por una vela que titilaba a unos metros. Incluso intentó dejar a un lado el hecho de que estaba desnuda bajo la toalla.

Pronto los dedos de la masajista le ayudaron a desprenderse de todo pensamiento que osó cruzar su mente. Comenzaron acariciando la musculatura tensa de sus cervicales, masajearon el estrés acumulado por el trabajo durante las últimas semanas. Fue entonces, antes de llegar a los hombros, cuando le pareció escuchar el silbido de un pájaro muy bajito. ¿Lo habría imaginado? Se concentró de nuevo en lo que notaba: los dedos surcando sus escápulas.

Abrió un poco los ojos, lo suficiente para intuir un haz de luz azul. Los cerró otra vez, no sin antes escuchar, en su oído, la voz de terciopelo de nuevo:

—Shhh… Siente mis manos.

Pronto llegó la artillería pesada. Primero notó algo líquido y muy caliente en su espalda, luego un aroma delicioso a coco. Era fresco, y a Estela le recordó a su último viaje: la playa de arena fina y blanca, el agua cristalina, un coco loco. Casi podía saborearlo solamente con el olor del aceite de masaje que la envolvía cada vez más. Regresó a aquella playa. Oyó el sonido relajante de las olas arrastrándose hasta la orilla, igual que las manos de la masajista. Subían y bajaban por su espalda sin pretensiones, con el único objetivo de imitar el movimiento hipnótico de una barca amarrada a un muelle en un día de calma.

Oyó el sonido del mar y se preguntó si algún dispositivo lo reproducía o era producto de su imaginación. Fuera como fuese, se dejó llevar por el sonido, y también por el camino que tomaban los dedos que la acariciaban. Se acercaban peligrosamente a sus nalgas y Estela movió las caderas por acto reflejo. En aquel momento fue consciente de la humedad que sentía entre sus piernas, que resbalaba por sus labios íntimos bajo la toalla que la cubría.

¿Se daría cuenta la masajista? Ignoró la pregunta porque había un lugar más importante al que regresar: el mar. Las manos de ella, sin embargo, tenían otro objetivo. Arañaron sus nalgas y, ante el gemido de Estela, clavó las uñas en su piel. La imagen de la playa paradisíaca se esfumó, de pronto su corazón latía rápido y fuerte contra la camilla.

—Te encantaría tener el control incluso ahora, pero me lo vas a ceder. Recuerda, capricornio: esta experiencia ha sido diseñada para ti —dijo en su oído. Su voz se había tornado provocadora y en la forma en que la tocaba no quedaba ni rastro del estado de relajación en el que parecía haberla sumido poco antes—. Dime que puedo hacer lo que quiera.

Escuchó socarronería en sus palabras y la promesa de que valdría la pena oculta en aquella orden. Asintió despacio.

—No, dímelo.

—Puedes hacer lo que quieras —susurró Estela, y se acomodó mejor. Abrió las piernas y dejó que su excitación mojara la camilla.

—Buena chica. Mantén los ojos cerrados y siénteme…

Los dedos de la masajista tantearon poco hasta que encontraron su sexo en medio de la oscuridad. La chica la oyó suspirar al notar la humedad, y los deslizó entre sus pliegues. Ella se sentía más excitada de lo que había estado en mucho tiempo y su cuerpo estaba más receptivo de lo habitual debido a la estimulación sensorial. Respondía como si hubiera nacido para que la mujer lo tocara.

Estela se removió cuando la masajista colocó una toalla enrollada bajo su pelvis para tener mejor acceso. Dejó su entrada expuesta y aprovechó aquella nueva posición estratégica para hundirse dentro. Lo hizo despacio pero hondo, hasta que su pulgar pudo acariciarle el clítoris duro e hinchado.

La chica recordó que en aquella playa también la habían tocado así. Incluso habían llevado su humedad al otro orificio para estimularlo del mismo modo. La masajista conocía a la perfección el ritmo con el que embestir, la presión que ejercer, la velocidad que mantener. Creó y trabajó el orgasmo con sus propias manos como si se tratara de arcilla, controló su fuerza y lo hizo despegar. Luego lo trajo de vuelta y lo moduló otra vez, porque aquella experiencia no iba a terminar todavía.

A pesar de que el recuerdo seguía firme en su mente, Estela lo dejó fuera de la sala también. En esa ocasión le resultó fácil centrarse tan solo en las manos de la masajista, que parecían acariciar hasta el rincón más recóndito de su anatomía. Su deseo se concentró, al igual que los toques firmes en sus dos entradas y también en su centro de placer.

El vaivén del orgasmo parecía más fuerte que el de la barca en el muelle, y aun así quiso zambullirse en él. Incluso la camiseta que llevaba la masajista, que rozaba su costado con cada embestida, le erizaba la piel. Hasta que sintió que se levaba el ancla. La mujer le sostuvo las caderas y se cercioró de acompañarla hasta el límite más insospechado con cada ida y venida. Estela gimió, jadeó y contuvo la respiración para recuperarla poco después, como si acabara de salir a la superficie tras un descenso profundo.

Ambas siguieron en contacto mientras ella se recuperaba. Los balanceos eran ahora un camino por su columna que parecía no terminar nunca. La chica separó los párpados y vio cómo la lámpara de noche estaba cubierta por pañuelo azul, y en el altavoz portátil que había sobre la cómoda todavía parpadeaba el botón con cada ola. A la derecha, su mujer la miraba con deseo y ella le regaló una sonrisa a falta de habla todavía. Había capitaneado, una vez más, el océano de sus sentidos.

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